Página/12 (Argentina)
27/ Marzo /2008
Por Graciela Zarebski
Uno de los cambios que más inquietan en el envejecer es la pérdida de memoria. El factor detonante suele ser alguna confusión o pequeños y llamativos olvidos. Estos son esperables, al igual que otras disminuciones, pero suelen generar angustia pues se los asocia inmediatamente con lo que inspira mayor terror en el envejecimiento: la demencia. Y hay un mito todavía presente, el de suponer que, al envejecer, a todos nos espera ese destino. Además, por la escasísima formación en el tema de muchos profesionales, la “demencia” es una etiqueta que demasiado a menudo se aplica en instituciones y consultorios a la persona que pasa los 70 años. Se estima que entre un 10 y un 12 por ciento de los pacientes diagnosticados como dementes no lo son.
Además, nuevas investigaciones demuestran que el origen de las demencias no es sólo orgánico, sino que suelen estar precedidas por una historia particular y familiar que prepara su desencadenamiento: situaciones del envejecer representadas como traumáticas, la vida en soledad o en aislamiento afectivo; la carencia de una red de apoyo.
En todo caso, conviene conocer algunas características para diferenciar cuándo se trata de una declinación normal y cuándo podría ser indicio de patología. En la situación normal, estos olvidos o confusiones –llamados benignos– se presentan como episodios aislados, no interfieren en la vida normal, y son reconocidos por la persona, que suele consultar por su cuenta y relatarlos. En la alteración patológica, en cambio, los olvidos van acompañados de otras manifestaciones –agitación, cambios de personalidad–, la persona no los capta o los niega, y prosiguen inexorablemente hacia la pérdida total de las facultades mentales.
También es cierto que, para los olvidos benignos, hay factores que inciden negativamente, es decir, que hacen que se vivan con angustia o estrés, predisponiendo a su agravamiento. Un factor es el tipo de personalidad: personas que basaron demasiado la autoestima en su rendimiento intelectual y en su memoria, y que no soportan fallas, pueden reaccionar con horror, negación, ocultamiento, lo cual va generando un empobrecimiento intelectual. También incide el entorno familiar y social: si los que rodean al adulto mayor adoptan conductas de descalificación, la persona tiende a inhibirse y aislarse. Otro modo de descalificar es la sobreprotección: al no permitirle al sujeto ejercitar sus funciones, haciendo todo por él, se facilita una posición dependiente y una baja en la autoestima.
No son ajenos a esto los valores sociales vigentes: la cultura actual aprecia excesivamente el rendimiento cuantitativo y promueve en forma desmedida la competitividad y la eficiencia. Por último, en quien tenga antecedentes familiares de demencia aparecerá con más fuerza el fantasma de la herencia, aun cuando no sea real en términos genéticos, y a menudo agravado por la identificación con esos antecesores.
En relación con los olvidos y confusión, también conviene que la persona –sola o con ayuda– examine algunas cuestiones. La existencia de depresión es la causa más frecuente de desatención y puede dar lugar a que funciones se anquilosen por falta de uso y entrenamiento cotidiano. También es afectado quien no cuente con proyectos a futuro que lo hagan estar conectado con el presente y evocar el pasado. La excesiva ansiedad suele generar momentos de confusión. También la generan los cambios bruscos, como mudanzas u otros sucesos que no hayan sido anticipados ni elaborados adecuadamente. La desnutrición y las enfermedades físicas pasajeras son causas orgánicas que inciden en la función cognitiva y se deben diagnosticar y tratar. También influyen negativamente los prejuicios sobre la vejez, el rechazo a envejecer, el temor a la demencia.
Según las últimas investigaciones, el declive cognitivo sería muy limitado hasta los 60 años; después de los 75 años afectaría a menos del 30 por ciento de las personas; después de los 80, al 40 por ciento, y aun en estos casos algunos déficit se podrían compensar. Como se ve, no hay una declinación intelectual universal. Y se ha demostrado que, a medida que envejecemos –en lo que se llama envejecimiento normal– vamos seleccionando habilidades que mantenemos mejor preservadas y las optimizamos, a fin de compensar las que presentan mayor deterioro.