Por Navi Pillay, Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos en el Día Internacional de la Mujer 8 de marzo de 2013.
El pasado mes, en el altiplano de Papúa Nueva Guinea, una joven de 20 años y madre de dos hijos fue desnudada y torturada hasta hacerla confesar que practicaba la brujería. Luego, fue quemada viva en el vertedero local frente a una multitud de aldeanos.
Aunque horroroso, este evento no resulta inusual. La Comisión de Reformas Legales y Constitucionales de Papúa Nueva Guinea estima que al menos 150 personas acusadas de brujería -la mayoría de ellas mujeres- son asesinadas cada año solamente en una de las 20 provincias del país. Antes de ser asesinadas, muchas de ellas sufren torturas prolongadas, públicas y generalmente de carácter sexual. Dos circunstancias hicieron excepcional al asesinato del mes pasado: desató la indignación pública, y dos presuntos responsables del crimen fueron arrestados.
El mes pasado, tres hermanas de cinco, nueve y once años que vivían en una remota aldea en la India fueron violadas, asesinadas y lanzadas a un pozo. Inicialmente las autoridades no reaccionaron, pero luego de que los aldeanos bloquearan una carretera en protesta, la policía inició tardíamente una investigación.
Hace un mes en Sudáfrica, una joven de 17 años fue encontrada horriblemente mutilada en un edificio en construcción. Había sido violada por un grupo de personas, y había muerto horas después. Los sospechosos de este ataque fueron identificados y arrestados tras una inusual ola de protestas.
En semanas recientes, en tres países con poco en común, la indiferencia generalizada hacia la violencia contra la mujer ha generado consternación pública, al menos momentáneamente. Las demandas públicas para que se adopten medidas que pongan fin a las atrocidades tan frecuentemente padecidas por mujeres y niñas han inspirado a líderes de gobierno a realizar importantes declaraciones de intenciones, e incitar a aquellas policías apáticas a que investiguen estos hechos.
La indignación es contagiosa. La violación múltiple y asesinato de una estudiante de fisioterapia de 23 años en Nueva Delhi en diciembre pasado desató lo que podría convertirse en un cambio radical en la actitud pública hacia los crímenes de violencia sexual en la India. Esta ola de rechazo se ha expandido no solo dentro de India y sus países vecinos, sino también más allá de la región, incluyendo a Sudáfrica, donde la violación de Nueva Delhi fue citada por activistas que cuestionaron por qué la violencia sexual crónica en su país motiva tan poco rechazo público.
La violencia contra la mujer es una de las violaciones a los derechos humanos más generalizadas. Y sin embargo, constantemente las autoridades responsables de proteger a las víctimas y perseguir estos crímenes enfrentan estos actos con indiferencia.
No basta solo con legislar. Casi todos los países en el mundo poseen algún tipo de marco legal al respecto. Los gobiernos son conscientes que el derecho internacional les obliga a prevenir estos crímenes trabajando en eliminar la discriminación subyacente hacia mujeres y niñas. Sin embargo, en muchos países las y los políticos, las fuerzas policiales, la justicia, hombres comunes –y mujeres también- colectivamente se encogen de hombros y miran hacia otro lado cuando se enteran de violaciones y otros crímenes sexuales o basados en género.
La ira temporal no es suficiente. Las investigaciones serias de los actos de violencia contra la mujer deberían convertirse en la norma, y no solo algo que las fuerzas policiales se vean forzadas a realizar cuando los medios destacan un caso particular.
Necesitamos sacar al mundo de este letargo y ver la realidad: cada minuto de cada día, en todos los continentes, mujeres y niñas son violadas y abusadas, víctimas de trata, torturadas y asesinadas. Esto no sucede solo en conflictos en lugares lejanos. Pasa también en sofisticadas capitales, así como en pequeñas ciudades y aldeas, e incluso en la casa de al lado.
En enero, el informe del Comité Verma en India propuso reformas radicales, incluyendo severos castigos para la violación marital, violación doméstica y violación en relaciones del mismo sexo; demandando a los oficiales de policía a registrar cada caso de violación y asegurándose de que quienes no lo hagan enfrenten serias consecuencias; garantizando la rendición de cuentas de personal policial y militar por violencia sexual; castigando con prisión delitos como el acoso o el voyerismo; cambiando el humillante protocolo de exámenes médicos que experimentan las víctimas de violación; desarticulando los consejos locales extrajudiciales, que a menudo emiten edictos contra las mujeres; y llevando a cabo reformas legales y electorales para garantizar que personas culpables de crímenes no puedan postular a cargos políticos.
Estas recomendaciones requieren de un seguimiento serio y sostenido. Además, pueden servir como modelo para otras situaciones.
Durante el último mes el mundo ha sido testigo de cómo los movimientos callejeros pueden ayudar a buscar justicia para las tres hijas de un aldeano pobre en la India; para una adolescente de un suburbio de Ciudad del Cabo; para una joven acusada de “embrujar” a su vecino en las remotas montañas de Papúa Nueva Guinea; y para una estudiante arrojada desnuda desde un bus en movimiento en la capital de la India.
Debemos impedir que esta atención se desvanezca. Necesitamos presionar más a los y las líderes políticos para obtener cambios serios y duraderos, como aquellos propuestos por el Comité Verma. Cada país debe encontrar la solución más apropiada para asegurar la investigación y aplicación de las sanciones pertinentes por los crímenes sexuales y basados en género. No cabe duda que continuar dando la espalda a lo que está ocurriendo con millones de mujeres alrededor del mundo no es la respuesta.