Julio Pérez Díaz
Apuntes de Demografía
14 de mayo de 2013.
En un texto de hace años hice una relación de las distintas teorías gerontológicas que habían pretendido definir qué es la vejez y cuál es la mejor manera de tratarla. Eran mediados de los noventa, y aún no había una posición consolidada de los Estados ni de las instituciones internacionales sobre el mejor marco conceptual para enfrentar este tema. Concluía que ninguno de ellos trataba como un componente importante ni el cambio demográfico ni el desplazamiento del significado de la vejez por el constante relevo de generaciones por otras con pasados sociodemográficos más “modernos”.
Antes de seguir con mi valoración de cómo ha cambiado el panorama hasta hoy, transcribo aquí la síntesis de dos de aquellas “teorías de la vejez”:
a) La Teoría de la actividad. La práctica gerontológica hasta los años sesenta se ocupaba principalmente de conseguir una mejor adaptación de las personas a su vejez. Tal adaptación se perseguía a base de mantener “activos” a los viejos mediante la dedicación a diversas aficiones manuales o intelectuales, el fomento de la vida vecinal, la participación en organizaciones y clubs, etc. Esto, que no era más que una manera de trabajar, sin demasiadas pretensiones teóricas, acabó por encontrar algunas enunciaciones más formales, entre la que destaca la “teoría del envejecimiento sin traumas” (succesful aging) de Robert Havigurst [Havigurst, 1953 y 1969]. El mejor modo de paliar los efectos de la vejez y maximizar el grado de satisfacción en una persona anciana sería el mantenerla activa, siguiendo el máximo tiempo posible las pautas de la vida adulta. Puesto que la viudez y la jubilación suponen pérdida de roles y de satisfacción, no debe dudarse en sustituir los roles anteriores por otros nuevos.
La teoría no ha llegado nunca a estar bien articulada como tal y, mientras algunos historiadores de la vejez [Grandall, 1980] sostienen que los datos la confirman, los resultados de las investigaciones empíricas que han intentado contrastarla han sido contradictorios. La que realizaron B.V. Bengston y J. Peterson en 1972 [Cox, 1984], centrada en las diferentes formas de mantenerse activo en una comunidad de jubilados y la satisfacción asociada a cada una de ellas, sólo encontraba una correlación positiva y directa entre ambas variables en el caso de la actividad social entre los amigos.
b) Otra de las pioneras es la Disengagement theory, formulada por Elain Cumming y William Henry a principios de los años sesenta [Cumming, 1963 , Cumming y Henry, 1961]. Se trata típicamente de una teoría construida sobre la identificación de vejez y muerte. Dado el carácter traumático de la ruptura de las relaciones entre el individuo anciano que se encuentra cercano a la decadencia física y mental absoluta (cuyo máximo exponente, siempre presente, es el fallecimiento final) y el entorno social al que pertenece, se considera que la actitud correcta y menos traumática es el “disengagement” progresivo, conscientemente iniciado y fomentado por ambas partes. Dicha actitud resultará gratificante para todos, y ahorrará problemas y sufrimiento. Subyacente en este planteamiento se encuentra el funcionalismo; una vez perdidas sus funciones en la sociedad, y cuando las interacciones con el resto de personas empiezan a disminuir, el provecho del conjunto social exige que los puestos ocupados por los viejos sean liberados a favor de las personas más jóvenes. Se naturaliza así el papel que supuestamente asigna (o sustrae) la sociedad al individuo anciano, con lo que todos los problemas sociales derivados de la edad avanzada quedan explicados por la negativa a aceptar la pérdida del lugar ocupado en edades anteriores.
Pérez Díaz, J. (1996), La situación social de la vejez en España desde una perspectiva demográfica. Madrid: Fundación Caja de Madrid. Informe técnico nº 3.
Es evidente que, en el actual discurso sociológico, sanitario y político acerca de la vejez, se ha impuesto finalmente el “envejecimiento activo” como paradigma, y que el envejecimiento demográfico ha sido uno de los impulsores de este cambio de perspectiva. Lejos quedan propuestas como la del “disengagement”, cuya característica más preocupante es que nunca fue una teoría especulativa, sino la coartada intelectual con la que algunos propietarios y regidores de residencias de ancianos plantearon el día a día de los viejos a su cargo.
Pero no seamos incautos. La consolidación del envejecimiento activo como paradigma tiene mucho también de coartada política y económica. Durante los años ochenta y noventa, en medio de la oleada de ajustes iniciada por Reagan y Theatcher, se hicieron evidentes los importantes ahorrros públicos que se podían conseguir si la eventual dependencia aparece más tarde en la vida, si las personas se esfuerzan por sí mismas en mantener hábitos saludables, si las pérdidas de ciertas funciones o capacidades se ven compensadas por nuevos aprendizajes, mayor ergonomía ambiente o nuevos objetos y dispositivos que ayuden a compensarlas.
Estas “economías” no serían en abslouto reprochables si se consiguiesen mediante el esfuerzo previo de los sistemas de atención a la salud, la protección social o la previsión del mantenimiento de rentas tras el final de la vida laboralmente activa. En otras palabras, si se invirte socialmente para obtener después los beneficios colectivos de la extensión de un mejor envejecer de las personas. El problema es que muy rápidamente la estrategia ha experimentado un giro radical, y el envejecimiento activo se ha convertido, por arte de la magia conceptual y semántica, en todo lo contrario, una justificación más para el recorte y una consigna moral más para los particulares, con la intención de cargarles toda la responsabilidad en la manera con que llegarán a la vejez.
Si alguien duda de esta perversión perversión final y absoluta del lenguaje, puede acudir a las propias leyes que se están aprobando por doquier. La última de la larga serie de limitaciones que está experimentando el sistema público de pensiones en España, se publicó recientemente en el Boletín Oficial del Estado (sábado 16 de marzo de 2013) bajo el siguiente epígrafe:
Real Decreto-ley 5/2013, de 15 de marzo, de medidas para favorecer la continuidad de la vida laboral de los trabajadores de mayor edad y promover el envejecimiento activo (soy yo el que subraya, pero el énfasis lo pone el propio gobierno, como puede verse en la noticia emitida por la TV nacional).
Es aquí donde se presupone que el ciudadano afectado por el recorte es, además, un incauto absoluto de una credulidad sin límites. Se juega con el otro sentido de “actividad”, el referido al mantenimiento en el mercado de trabajo, y se vende como “promover el envejecimiento activo” la ampliación de los años de paro que puede experimentar un trabajador al final de su vida laboral (reduciendo, de paso, la cuantía de la pensión que recibirá finalmente cuando se haga efectiva su jubilación).
Esta “promoción” del envejecimiento activo sólo tendría alguna credibilidad si fuese acompañada de medidas para fomentar el empleo de los más próximos al final de su vida laboral. Lo que se hace es todo lo contrario: no sólo aumentan meteóricamente los activos desocupados en el país a medida que se destruyen puestos en el sector privado; son las propias administraciones públicas españolas las que, a la vez que pregonan su apoyo al envejecimiento activo, mantienen sin ningún recato un programa acelerado de expulsión de “jubilables” con el único y declarado propósito de “recortar gasto” (el último ejemplo son los centenares de médicos madrileños jubilados forzosamente y por sorpresa esta primavera).
Por lo visto ahora se considera promoción del envejecimiento activo que los viejos y quienes conviven con ellos se las apañen solos. No era esto, conciudadanos, no era esto…
Fuente: Apuntes de Demografía - 14/5/2013
http://apuntesdedemografia.wordpress.com/2013/05/14/envejecimiento-activo-coartada-para-el-recorte/