Silvio Aristizábal Giraldo
El hombre como ser superior, situado por encima de los demás seres de la naturaleza, ha sido el paradigma dominante en la cultura judeo-greco-cristiana. El cambio de este paradigma y la consecuente visión del hombre como parte de la naturaleza y un “ser-junto-a-los-otros-seres” (no por encima de ellos), plantean la necesidad de nuevos estilos de vida, nuevas formas de vivir-envejecer que reconozcan y respeten los derechos de la Naturaleza.
La concepción del hombre como dominador de los otros seres encontró plena justificación en el mandato de Jehová a Adán: “creced, multiplicaos y dominad la tierra…”. Posteriormente, durante la llamada Modernidad occidental, con el desarrollo del método científico experimental y la exaltación de la razón como árbitro supremo, la visión teocéntrica fue desplazada por un nuevo paradigma: el hombre como centro del universo, por encima de los demás seres. Más que de antropocentrismo podría, incluso, hablarse de androcentrismo y patriarcalismo: dominación del varón.
Si bien es cierto que a lo largo de la historia numerosos pensadores cuestionaron el antropocentrismo, fue solo hasta mediados del siglo XX cuando la crisis de este paradigma empezó a sentirse con mayor intensidad, como consecuencia de los cuestionamientos a la capacidad del hombre para resolver los problemas de la humanidad mediante la aplicación de la ciencia y los principios de la razón. Acontecimientos como las dos guerras mundiales y el Holocausto judío contribuyeron a aumentar el desencanto sobre la utilidad de la ciencia y la razón para fines no contemplados en el ideario de la Modernidad.
A partir de entonces empieza a surgir un nuevo paradigma que propone una cosmovisión en la que el hombre no es el centro del universo, el dueño de la naturaleza y de los demás seres. Poco a poco se va abriendo paso una manera diferente de entender al hombre no como el dominador, sino como uno-entre-pares y, lo que, tal vez, es más importante, la convicción de que la Naturaleza tiene derechos y, por tanto, no puede ser mirada simplemente como un recurso a explotar para beneficio del ser humano.
Es lo que han sostenido durante miles de años pueblos indígenas de diferentes partes del mundo, para quienes la dicotomía naturaleza-sociedad carece de sentido y, en consecuencia, la relación humanos-naturaleza se da en términos personales de sujeto a sujeto y no de sujeto a objeto.[1] En la perspectiva de estos pueblos, algunas especies animales y vegetales así como montañas, selvas y ríos están revestidos de personalidad propia y otros seres vivos son agentes morales análogos a los humanos.
En los últimos cuarenta años, muchos estudiosos de los ecosistemas y las relaciones que se establecen entre sus distintos componentes, han llegado a conclusiones similares y concuerdan en que “toda forma de vida merece ser respetada, independientemente de su valor para el ser humano”.[2] De esta manera el antropocentrismo y sus derivados (androcentrismo y patriarcalismo) van siendo desplazados por un nuevo paradigma: el biocentrismo: la vida, como valor en sí mismo, que debe ser respetado.
La perspectiva del biocentrismo exige aprender otras formas diferentes de vivir-envejecer. Para ello se requieren procesos de socialización y educación que posibiliten construir nuevos sujetos humanos. Sujetos que se sientan parte de una totalidad compleja en la que hay una interacción constante entre la comunidad humana viviente y otras comunidades; interacción que genera distintos tipos de relaciones que demuestran la multiplicidad y la diversidad, pero también la singularidad.
[1] Descola P. & Pálsson, G. (Coords.). (2001). Naturaleza y Sociedad Perspectivas antropológicas. México: Siglo XXI.
[2] Gudynas, Eduardo. (2014). Derechos de la Naturaleza y Políticas Ambientales. Bogotá. Jardín Botánico José Celestino Mutis.
CEPSIGER
14 de marzo de 2016.
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