Mensaje del Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo Primado de México, por el Día Nacional del Adulto Mayor

Martes, 26 de Agosto de 2008

Canal: Pastorales, Comunidades Y Redes

¡Benditos sean los ancianos!

Card. Norberto Rivera Carrera Arzobispo Primado de México


Las palabras “viejo” o “anciano” se usaban con orgullo en otros tiempos porque indicaban dignidad, pero hoy, esas mismas palabras, suelen usarse con un sentido denigrante, y para evitarlas se emplean términos como “personas de la tercera edad”, “adultos mayores” o “ciudadanos mayores”; sin embargo, llegar a ser anciano es un privilegio y una bendición de Dios.

Los ancianos no pueden ni deben estar ausentes de nuestras familias, de nuestra Iglesia, de nuestra cultura y de nuestra sociedad. Su presencia, cada vez más numerosa, así como sus demandas, nos deben mantener atentos y vigilantes ante el futuro, y de manera especial, listos para asumir los retos y compromisos familiares, sociales, políticos y pastorales que se desprenden de esta realidad.

A la Iglesia le conmueve hasta las entrañas ver continuamente a la multitud de hombres y mujeres mayores que sufren el insoportable peso de la miseria, así como diversas formas de exclusión social, étnica y cultural. Son personas que ven sus horizontes cada vez más cerrados y su dignidad desconocida.

Ante el grave abandono que sufren, es urgente forjar una cultura sobre la ancianidad, ya que el número de personas que superan los 60 años de edad aumenta día a día, de tal forma que para el 2050 habrá 33.8 por ciento de personas mayores; es decir, casi cuatro veces más de las que existen actualmente.

Esto hace que los retos se presenten descomunales, sobre todo, cuando son pobres, han sido abandonados o padecen alguna enfermedad. Es entonces cuando más necesitan de mejores garantías sociales y del apoyo de sus familias, vecinos, amigos, conocidos y de la sociedad en general.

Necesitamos, desde ahora, cambiar urgentemente de mentalidad e incluir a las personas mayores en todos los aspectos de la vida cotidiana y, por supuesto, en la planeación del futuro de México.

Nuestra cultura actual no aprecia el valor de esta etapa de la vida. Se insiste en la productividad económica, en la vida activa y eficiente, y por consecuencia se ignora el sentido de la longevidad. A la vejez se le trata de poner al margen, bien como una etapa compuesta básicamente por enfermedades, bien como premisa anticipada de la muerte.

Por desgracia, cada día se difunde más y más la mentalidad y las acciones en contra de la vida, mediante campañas en favor de la eutanasia, junto con otras expresiones de la llamada “cultura de la muerte”, juzgando al enfermo y al anciano como estorbo y carga para las familias y para la sociedad.

Al asumir México una cultura centrada en la vida urbana, la industrialización masiva y la organización burocrática de la sociedad, muchos valores tradicionales se han debilitado y la familia ha cambiado su prototipo de composición, en el que los ancianos no tienen cabida, favoreciendo así el surgimiento de antivalores: a los abuelos se les considera inútiles porque son supuestamente improductivos, son despreciados porque se les siente y se les ve como una carga económica que requiere de atención y cuidados y, por lo tanto, se les aísla, discrimina y margina. Ante estos prejuicios, es común que ellos asuman una actitud de auto-desprecio, de auto-aislamiento, y vivan con dolor y sufrimiento su condición de envejecimiento.

Aunque nuestro mundo no lo entienda, la longevidad conlleva el sentido de la caducidad de las cosas y de la persona misma, lo cual también es un valor en este mundo frecuentemente arrogante y endiosado por sus propios logros.

La vivencia cristiana de la vejez da a las personas la posibilidad de enriquecer su interior y su relación con Dios y con el prójimo, particularmente con su propia familia, para lo cual se dispone de mayor tiempo. El estar libres de ocupaciones, posibilita la escucha interior en el silencio que se genera alrededor; da la oportunidad de separarse gradualmente de las cosas del mundo en preparación al inevitable distanciamiento final que llevará al encuentro pascual con Dios; permite recopilar la sabiduría que viene de la larga experiencia vivida y que ahora se puede apreciar mejor, y abre al reencuentro cotidiano con la vida, que siempre será un don que hay que agradecer, disfrutar y defender.

En la perspectiva de una visión de fe, animada por la esperanza de la futura resurrección, la longevidad puede ser considerada de un gran valor: se trata de una honda experiencia de purificación, de maduración ulterior, lo cual llevará a los adultos mayores a superar el miedo al dolor hasta acogerse al misterio redentor de la Cruz, a vencer la soledad del abandono, a encontrar consuelo ante la pérdida de las personas queridas y a vivir la muerte como momento de encuentro con el Padre y como reposo después de las fatigas de la vida.

Para vivir así, de manera positiva esta etapa de la vida, se necesita entender de un nuevo modo la ancianidad antes de llegar a ella. Por eso, de cara al Día del Anciano, este 28 de agosto, invito a los católicos y a las mujeres y hombres de buena voluntad, a nuestros gobernantes y a nuestra clase política, a unirse con la causa justa de la lucha por los derechos de los ancianos más pobres, los olvidados, los doblemente excluidos a causa de su pobreza y condición de ancianidad.

¡Benditos sean ellos!, porque su piedad sigue sosteniendo a nuestra Iglesia y su trabajo a favor de la evangelización nos es imprescindible.

¡Que Dios los bendiga!


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Publicado en:
“Desde la Fe”
Semanario Católico de Información
24 de agosto de 2008.