La vejez en la comunicaciĆ³n intergeneracional

Jueves, 25 de Septiembre de 2014

Canal: ComunicaciĆ³n y Envejecimiento

Javier Darío Restrepo.
Conferencia. 10° Aniversario Red Latinoamericana de Gerontología.
Montevideo, 6 de Octubre de 2009.

1.- Los medios de comunicación reflejan lo que somos como sociedad, a veces como esos espejos deformantes de los circos, a veces como esos espejos veraces a los que nos asomamos al comenzar el día.

Esa imagen, real o deformada, influye y le impone su tono a la comunicación entre personas, grupos, naciones y culturas y, desde luego, a la comunicación entre generaciones. Es un influjo no tan definitivo como lo quisiéramos desde los medios, pero más importante de lo que admiten los críticos de medios.

Son un factor dentro de la complejidad de la comunicación intergeneracional, del que quiero echar mano para iniciar nuestra exploración sobre este tema.

Los viejos queremos saber cuál es nuestro papel e impacto en la comunicación intergeneracional, pero ese papel tiene que ver con la imagen que proyectamos. ¿Cómo nos ven? ¿Acaso coincide esa visión con la que tienen los medios?

Busco una respuesta, incompleta, desde luego, hojeando durante un mes periódicos y revistas de mi país y extraigo catorce piezas. Algo así como biopsias reveladoras de lo que pasa en ese organismo de la prensa cuando pasa un viejo. No los abrumaré con las fechas ni con los nombres de los medios, que sin embargo están disponibles, y voy al grano con una rápida enumeración de los temas desarrollados en esos catorce artículos.

No sorprende que venga de Japón la primera: allí acaban de censar a cuarenta mil personas con más de cien años: en Estados Unidos acaba de morir una mujer de 115 años, dato recogido por la prensa mundial porque es la más vieja del mundo, según los record Guinnes; sonaron las campanillas de las agencias por un hallazgo científico para tratar con éxito el Alzheimer; una periodista cultural halló talleres de escritura para viejos; otro descubrió programas para disipar la soledad de los viejos; enternecida, una reportera vio llegar a 55º ancianos pobres a las playas de Santa Marta en mi país: ninguno de ellos había visto el mar. Consternados, publicaron los editores el dato escalofriante sobre el aumento de casos de maltrato y golpizas a mayores de 60 años, incluidos abusos sexuales; otro día el titular fue para los viejos sin pensión y las iniciativas para obtenérsela; un periódico le dedicó todo un cuadernillo de 8 páginas al tema de la vejez y lo tituló: “La exclusión de los años.” Dos recortes más se ocupan del fenómeno demográfico del envejecimiento poblacional, con una pregunta de fondo: ¿Cómo enfrentarlo? Una bella columna de opinión explica por qué el mundo necesita a los viejos y otro reportero celebra que los adultos mayores tengan una casa para ellos en su localidad. En un denso artículo, un sacerdote afirma que “los años, las canas, la sabiduría y la experiencia son valiosos elementos que deben estar al servicio de la sociedad.”

Como ustedes habrán podido anotarlo, de estos catorce recortes, en 9 el viejo desfila como un problema que la sociedad tiene que resolver. Es lo que en las familias sucede cuando se alarman los hijos y se preguntan: ¿Y ahora qué hacemos con los abuelos?

Otros tres artículos se aproximan a la vejez como otra de las curiosidades que recogen los record guinness y que los medios registran de acuerdo con uno de los más anacrónicos criterios sobre noticia, que es lo raro, lo que por extraño e inesperado, merece reportarse.

Sólo en dos de estos artículos, la vejez es promesa, solución y una buena noticia.

Estos viejos problema y estos viejos rareza que predominan en estos momentos dentro del imaginario de los medios, no son la realidad del viejo. Sentimos que allí aparece una mirada incompleta, por lo superficial y porque prescinde de una visión amplia, no limitada por la fascinación que produce en la prensa el hecho caliente, o el suceso espectacular. Sentimos que ser viejo es más que eso.

¿Cuál es, entonces, el viejo que los medios y la sociedad deberían encontrar? …

2.- Rasgos de un perfil

A David Ben Gurión le tocó en su vejez, como a Sara en el Antiguo Testamento, dar a luz un nuevo Estado. Israel nació entre tensiones y contradicciones que amenazaron su supervivencia durante sus primeros 10 años en que este octogenario de rostro enrojecido debajo de una noble cabellera blanca, cuidó la vida del naciente estado de Israel. Adversarios y amigos se refirieron a él con el respeto que debieron inspirar los profetas bíblicos, llamándolo El Viejo. (Canal 469)

Una imagen similar tenían los viejos entre los etruscos. El viejo era el que sobrevivía entre todos los ancianos, en él leían un mensaje de los dioses y según la duración de su vida se determinaba el siglo etrusco, porque en él estaban escritas las palabras de los dioses y l duración de los siglos (Canetti, 144).

Sin embargo, lo reconocía Séneca: “senectud es el nombre de la edad cansada, pero no de la edad quebrantada” (Séneca, 484). Ya el filósofo cordobés lo había admitido: “adondequiera vuelvo mis ojos descubro los signos de mi vejez.” ,Su quinta se caía en pedazos, sus plátanos crecían nudosos y requemados y en la puerta, como un fantasma decrépito, lo saludaba Felición, el hijo de su granjero. Tres imágenes de una vejez que 2está llena de deleite si sabes usarla.” (Séneca 453) Esa vejez que no figura en página alguna de los libros de biología es creación de los seres humanos.

Aparece así, con la renuencia de su lenguaje cargado de ironía, en el diccionario del diablo de Ambrose Bierce, cuando define vejez como “período de la vida en el cual lidiamos con los vicios que aún amamos, repudiando los que ya no tenemos capacidad de practicar” (Bierce 189).

Puede ser la vejez resignación o rebelión, tal como lo anotaba Bobbio, al mirar su propia vejez de ochentón: “ser viejo, escribía, no es un mérito, es una fortuna.” (Bobbio, 151)

La vejez es una fortuna para los viejos, para la sociedad y para las otras generaciones si exhibe estas cualidades:

2.1. Cuando aporta sabiduría.

Así como los médicos deben proteger la salud, los políticos el bien común, los artistas la belleza, los sacerdotes lo sagrado, los maestros el conocimiento y los periodistas la verdad, a los viejos corresponde preservar la sabiduría; y así como lo propio del niño es la pureza de lo original e inviolado, y del adolescente la espontaneidad cercana a la veracidad, son propias del joven la energía y la audacia y del adulto la madurez, al viejo, a su vez, le corresponde la prudencia de los sabios . Cada uno tiene lo suyo para aportar, pero al tiempo necesita de los otros porque todos tienen límites y carencias.

Hay que admitirlo, como lo hacía Bobbio que “tengo el hábito o la tentación de ver siempre el lado oscuro de las cosas, y también de mí mismo” (Bobbio, 147), pero al mismo tiempo hay que reflexionar con Hegel que “ la vejez natural es debilidad y la vejez del espíritu, en cambio, es su perfecta madurez, en la cual retorna a la unidad como espíritu.” Entre ese ser de la debilidad física y es deber ser de la madurez espiritual, surge la posibilidad y el deber de la sabiduría.

Más que en cualquiera otra generación, la vejez es el epicentro de las experiencias. En el viejo siempre se hallará, aunque en distinto grado, el sedimento dejado por la historia y la cultura. Es un sobreviviente al paso de os hechos, ha sido testigo de huracanes, tormentas y plácidos tiempos, de escaseces y abundancias, de odios y de amores, de guerras y de avenimientos, hechos todos que han dejado como huella de su paso ese trazo de la sabiduría, hija de la larga experiencia.

Vuelvo a Séneca, quien al describir las riquezas de la sabiduría del viejo, destaca que en lugar de los goces, el viejo gusta del lento deleite de no necesitar ninguno” porque para él, explica, los años han deparado el “sabrosísimo sabor de las frutas últimas.” Metáfora que explica al recordar a Panovio con su grito triunfal: “he vivido, he vivido,” que tiene una entonación parecida a la de los brindis: Salud, Por la vida, por la amistad. Este “he vivido” es el paladeo lento con que se repasan y disfrutan los soles, alcoholes y dulzuras de un buen vino. Si el de la vejez es un paso y pensar lento, como si lo suyo fuera el puesto de atrás, el de los rezagados en la marcha de las generaciones, es porque al pensar, al actuar, les impusiera a las generaciones apresuradas y atropelladas, el ritmo sabio del pensamiento.

Los asomos de la sabiduría del viejo se concentran para responder por el gran para qué de vivir. Que fue ideal brillante y temerario en la juventud, que fue proyecto de vida en la edad adulta y que vuelve a ser ideal, pero fuerza tranquila, en la vejez. Tomó prestada la expresión de Simone de Beauvoir: “para que la vejez no sea parodia ridícula de nuestra existencia anterior, no hay más que una solución y es seguir persiguiendo fines que le den un sentido a nuestra vida. La vida conserva valor mientras se da valor a la de otros a través del amor, la amistad, la indignación, la compasión” (Cita en González, 646).

Cuando hablo de esta señal de identificación del viejo, parto de ese perfil con que el viejo debe ser reconocido en un diálogo intergeneracional. Estoy pensando en este momento, en casos concretos, testigos de la sabiduría de la vejez, en nuestro tiempo. Por mi país acaba de pasar, ya ochentón, el filósofo francés, Edgar Morin, encontré en un hotel de México a Giovanni Sartori, en mi biblioteca evoco, como en sesión espiritista Adela Cortina, a Victoria Camps, a Hannah Arendt o a Juliana González, cuando quiero entender el mundo. Sus años no les han impedido acometer la tarea de hacer partícipes a las otras generaciones de unos conocimientos iluminados por la sabiduría que les dan sus largos años dedicados a la reflexión.

Otros viejos se han encargado de contarles a todas las generaciones las historias de los hombres con una dedicación parecida a la de los abuelos que les leen cuentos a los nietos antes de apagarles la lzu del dormitorio. Lo hacen viejos como Sabato, o Saramago, o García Márquez, o Doris Lessing, o cualquiera de los que han continuado el oficio de Scherezada, no para conservar su vida como la cuentista árabe, sino para compartir la sabiduría y el gozo de vivir. ¿No es este el encanto de ese contacto con las abuelas adoptadas del programa de la Comunidad Israelita y del Instituto Ariel Hebreo, aquí en Montevideo, tal como lo reseña el libro que acaba de lanzarse aquí?

2.2. La vejez que transmite esperanza

La vejez también es una fortuna para las otras generaciones cuando transmite esperanza. Sé que al decirlo puedo provocar en ustedes un choque de estereotipos porque la esperanza solemos figurarla en la niñez, ellos son el futuro; en los jóvenes, ellos son la esperanza de la sociedad, de sus familias, del mundo; en los adultos, sean políticos, gobernantes, empresarios, profesionales, ellos construyen la esperanza.

A Obama, juvenil y entusiasta, lo eligieron como paradigma de la esperanza. Pero el viejo no se ve ni como el futuro de nada, ni como la esperanza. Y quizás sea este estereotipo uno de los obstáculos para la comunicación intergeneracional, porque el de los viejos no es un grupo humano que tenga algo qué decirle a las otras generaciones apremiadas por el reto y la expectativa del futuro. Sin embargo si se la mira detenidamente, más que esa imagen de la vejez vencida, o de oportunidad perdida, es real la imagen del viejo que brilla en el de senectute de Cicerón.

Describía el senador romano una escena de marineros, para trazar su perfil del viejo. En contraste con la agilidad y energía de los marinos que subían y bajaban por las escaleras de cuerda para el manejo de las velas, o la fortaleza de los que arrastraban pesados fardos por el puente, o de la actividad infatigable de fogoneros, cocineros o grumetes, al frente del timón un viejo de barbas aborrascadas, daba órdenes escuetas, en un tono de voz firme pero sereno. En medio de un mar agitado y con amagos de tormenta, y del nervioso ajetreo de la marinería, el viejo piloto respira sosiego y tranquilidad porque para él han sido incontables las tempestades y en cada una su barco encontró la salida posible.

La experiencia de muchas tormentas se le ha convertido al viejo piloto en una fe en lo posible, y esta es la definición aristotélica de la esperanza. La experiencia larga, con todo su contenido de peligros superados, de inesperadas soluciones, de errores corregidos, de triunfos y derrotas, es la materia prima de la esperanza. La vida enseña que siempre hay un posible para explorar, que son más las vías de salida, que las rutas clausuradas.

El estereotipo de la vejez como el punto final de la vida tiene un fundamento real y explicable. Sandra Petrignani alimentó esa imagen con los testimonios de viejos en cuyo atardecer no hay sol poniente, para quienes “la vida fue un error,” “un fracaso,” “una larga espera de nada,” “sin un día de alegría,” o de “inevitable soledad.”, ensombrecida por la presencia de un Dios indiferente. Son vidas en las que van de la mano el toedium vitae y el cupio dissolvi de los latinos. Es una imagen común que rompe las posibilidades de comunicación intergeneracional. Estas, en cambio, se multiplican cuando la vejez ilumina y se ilumina con la esperanza.

Al viejo le está reservada en nuestro tiempo una misión que visualiza la imagen del hombre del faro, responsable de mantener encendida aquella luz, sobre todo en las noches de niebla o de tormenta. En efecto, el viejo tiene con la vida una deuda, mantener encendida la esperanza. Los años vividos, las tormentas vencidas, las dudas despejadas, las ignorancias aceptadas, las resurrecciones y los renacimientos, son el aceite con que se alimenta esa lámpara que, encendida, es una alegre notificación de que hay luz en las orillas de la oscuridad.

La esperanza la necesitamos para vivir, sin la esperanza ni los individuos ni la sociedad pueden vivir. Es el gran acierto del programa de la Universidad Nacional de Río Cuarto. El viejo en la universidad o en la escuela, como docente o como discente envía ese mensaje de que en todas las edades de la vida hay posibles que deben ser realizados, que es parte del lenguaje común de todas las generaciones.

2.3. La vejez como oportunidad.

Para el viejo, su condición de sobreviviente es otra fuente de su esperanza. Recuerda Bobbio el monólogo del humorista Achille Campanile: “los viejos siempre me maravillaron. ¿Cómo se las arreglaron para pasar entre tantos peligros, llegaron sanos y salvos a una edad tan tardía? Cómo no acabaron bajo un automóvil, o víctimas de enfermedades mortales, cómo evitaron una teja, un atraco, un choque de trenes, un naufragio, un rayo, una caída, un balazo? Realmente a estos viejos debe protegerlos el diablo” (Bobbio, 49).

Eso pensaba con su sangre ligera el humorista, otra cosa es la que uno piensa cuando comienza a darse cuenta de que sus coetáneos, o gente más joven, se están muriendo: ¿Por qué ellos sí murieron y yo no? Pregunta que muchas veces va seguida por la reflexión de que uno sobrevive por algo y para algo. Porque la vida es eso, un regalo del que hay que dar cuenta.

Vuelvo a Séneca en cuyo texto he subrayado: “Un día más es un peldaño de la vida.” (Séneca 459) expresión que me recuerda el título de uno de los libros del reportero polaco Ryszard Kapuscinski sobre el escalofriante cubrimiento de la guerra en Angola. Al amanecer, mientras contemplaba las primeras luces, resumía sus sensaciones diciendo: “Un día más con vida.” Y para él comenzaba una nueva oportunidad. La vejez es una oportunidad que se renueva todos los días.

La aprovechan con ganancia para ellos, pero más para las otras generaciones, los viejos israelíes que merced a una institución privada pero patrocinada y coordinada por el Estado, opera un voluntariado para jubilados que trabajan en beneficio de la comunidad. En ellos se cumple la sentencia de la filósofa Juliana González: la vuelta hacia la vida es la vuelta hacia la vida del otro porque la vida es comunicación y comunidad, es interrelación. El bien de la vida se cifra, en última instancia, en la fuerza del vínculo” (González, 118). Que es lo que fortalece ese programa de alojamiento intergeneracional de la Universidad Nacional de Colombia, viejos que rompen su aislamiento y su pasividad para integrarse a la generación del estudiante universitario y dar, al tiempo que reciben.

Pienso en esas parejas de abuelos dedicados por entero a la crianza de sus nietos, o a recibirlos y atenderlos mientras sus padres trabajan, o que salen al rescate en los muy frecuentes casos en que la vida familiar de las jóvenes parejas naufraga, Ustedes deben recordar también a los viejos que no aceptan el descanso de la jubilación, o porque no pueden subvencionarlo, o porque el trabajo es su forma de descanso o de huir al tedio de la inactividad. Obedientes a los impulsos de su condición de viejos, mantienen una activa comunicación con las otras generaciones; son los que no consienten en el aislamiento, ni en los ghettos dorados para viejos creados por la sociedad de consumo.

Según el consejo de Séneca “cualquiera que ha dicho he vivido, madruga cada día para una ganancia nueva” (Séneca, 454). El tiempo del viejo en vez de congelarse, se activa por una experiencia intensa del presente. Pensando en su vejez, Bobbio se sinceraba: “el tiempo del viejo es el pasado. Mientras que el mundo del futuro está abierto a la imaginación y ya no te pertenece, el mundo del pasado es aquel donde retornas a ti mismo.” (Bobbio, 73) Es un pensamiento que ha pesado en todos aquellos para quienes todo tiempo pasado fue mejor y refugiados en ese nido de autocomplacencia se anclan e inmovilizan en lo que fue y así rompen o limitan su relación con las generaciones que viven impulsadas hacia el futuro. Siento más real el sentir de Juliana González. Se trata, dice, “de vivir plenamente en el presente, abrirse a la eternidad del presente, despertar a la vida y a lo vivo; vivir el aquí y el ahora, como si fuera la última vez, como si fuera la primera.” (González, 117). Y todo presente es un futuro que comienza.

Les he enumerado los rasgos que convierten al viejo en interlocutor de todas las edades. Debo agregar otro que, a primera vista y según los estereotipos vigentes debería ser exclusivo del viejo.

2.4. El deseo de inmortalidad.

En la vida de los humanos hay un tiempo para el amor y otro para el poder, hay tiempos para la belleza y los hay para la salud; incluso hay tiempos para el dinero y el esplendor, otros traen consigo avidez de honores; pero en los últimos años, cuando todo palidece, son los tiempos para la inmortalidad.

Ante ella las sombras de la vejez parecen desaparecer y este último tramo se ilumina con la certidumbre de la inmortalidad. A pesar de su pesimismo Bobbio exclama de repente: “a veces tengo la sensación de sobrevivirme.” Pero en otros momentos lo abruma la idea de la muerte próxima y anota: “la dimensión del viejo es el pasado, el futuro no, porque es breve e importa poco.”

Alternan en el ánimo del viejo, como luces y sombras, la idea de la muerte y la ilusión de la inmortalidad. Tan leve como un sueño o una nube, la idea de la inmortalidad motiva muchas acciones durante la vejez. El abuelo se sorprende llevando a cabo tareas que se parecen a las del agricultor cuando prepara la tierra, la despercude, la abona para sembrar una semilla. Algo parecido hace el viejo en la memoria de los demás, para sembrarla de recuerdos, que son las semillas de la inmortalidad. Uno no siempre lo sabe, pero muchas acciones están inspiradas en ese propósito: que me recuerden siempre, que me recuerden bien, que nunca me olviden. No se le tema tanto a la muerte, como al olvido o al mal recuerdo. Actividad importante de los últimos años es cultivar las eras de la inmortalidad.

En esas andaba Cicerón cuando recordaba la frase de su amigo Enio. El la hacía suya porque le calzaba tan bien como una túnica recién cortada. Repetía, por eso: “nadie en mi muerte me honre con sus lloros, que me mantendré vivo en la boca de los hombres.”

Es un pensamiento que nos cae bien a los viejos, porque es una manera de equilibrar en la mente y en la sensibilidad la certeza de la muerte cercana con la búsqueda de la inmortalidad.

En la academia francesa les dan el nombre de inmortales a los grandes de las letras, pero no son solo ellos. El escritor acude al texto escrito para que sus palabras, sus ideas, sus sentimientos e imágenes se libren de la corrosión del tiempo y permanezcan.

Esa, con todo, no es la única permanencia posible. Cuando las acciones del viejo se graban en la memoria de los demás, cuando sus palabras, sus actitudes, sus gestos dejan sus trazos en la memoria ajena, estamos asistiendo a una forma de permanencia tan indeleble e inmortal como la de las letras grabadas en bronce o talladas en la piedra.

La inmortalidad de que hablo es una forma de permanencia en la memoria, de la que era un símbolo la bendición que impartían los patriarcas bíblicos para que el bendecido entrara en un tiempo sin límites; no se trata, por supuesto de la ilimitada longevidad, ni de la supervivencia en los descendientes, sino de la presencia en la memoria a través de un tiempo sin límites.

La de la inmortalidad es, pues, una vocación humana, pero no lo es de todos los humanos. Esta es una persuasión tan vieja, que Heráclito la consignaba en términos severos: “solo os mejores, los que han demostrado su excelencia, prefieren la fama inmortal a las cosas mortales, esos son verdaderamente humanos. Los otros, los que viven para lo inmediato, estos viven y mueren como los animales.” De modo que, según el filósofo, hay una renuncia a la dignidad de lo humano, cuando se vive sin la ambición de la inmortalidad.

Esa ambición moviliza lo mejor de las personas. Una filósofa de nuestro tiempo, mujer y vieja, Hannah Arendt, escribía que la potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad de producir cosas que merezcan y sean imperecederas.” Y agregaba: “por su capacidad para realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad, alcanzan su propia inmortalidad.”

Podría entenderse que solo viven ese tiempo sin límite las grandes acciones de tono brillante y heroico. Que no es lo que encontramos escrito en nuestra memoria cuando evocamos a los viejos que ya murieron y que sin embargo están ahí con una presencia imborrable. Allí aparecen, la madre o la abuela inclinadas sobre una máquina de coser, concentradas en los arabescos de un bordado, o en la tarea diaria de lavar, aplanchar o remendar la ropa, o de preparar los alimentos; allí están los padres o los abuelos, aserrando maderas, o cepillándolas entre nubes de fragante viruta, o sudorosos y tensos cultivando la tierra. Son presencias vivas que se quedaron grabadas con sus trabajos diarios porque en ellos había mucho más de la utilidad inmediata de coser, bordar, cocinar, aserrar, martillar o sembrar. Acciones nobles pero fáciles de olvidar si no hubieran tenido el carácter que las hace indelebles. Sin acciones brillantes o heroicas, con el quehacer gris de todos los días, labraron una huella imborrable en la memoria y dejaron allí su rastro indeleble y luminoso. Fue su manera de hacerse inmortales. Destaca esto ese hermoso programa costarricense que investigó comidas y tradiciones para mantener vivos los sabores y el amor de los abuelos.

No ha de ser esta, sin embargo, una ambición de viejo apremiado por la impaciencia de la muerte. La de la inmortalidad es una vocación humana que anima los más altos empeños y las más nobles acciones y que protege de la mortalidad de lo trivial e insignificante. Pretender esa inmortalidad, rebelarse contra lo transitorio y leve es una forma de cimentar la dignidad humana y de elevarla, y esta es una meta para todas las generaciones, que el viejo preserva del olvido y de la retórica. En él la búsqueda de la inmortalidad es el nombre de esa pasión cotidiana por permanecer en la memoria ajena; aún si no cree en la vida después de la muerte…

3.- Conclusiones

Llegado a este punto de nuestra reflexión, comparo los dos perfiles del viejo: el que nos revelaron los recortes de prensa del comienzo, y el que ha aparecido después de la enumeración y descripción de estos rasgos. De esa comparación se pueden extraer estas consideraciones.

1. La imagen que ofrecen los medios de comunicación, interrumpe, en vez de fortalecer, la comunicación intergeneracional. Hay comunicación cuando los interlocutores dan y reciben, preguntan y responden, interactúan y se enriquecen mutuamente. La imagen de la vejez como un problema social, la información que se está dando sobre el envejecimiento poblacional, leída como una amenaza o, al menos, como el agravamiento de un problema, es el cabal correlato de la visión presentada por los medios, que interfiere en esa comunicación.
2. Comunicar es poner en común bienes, como la vida, los conocimientos, los sentimientos, las experiencias, los sueños, las alegrías, las tristezas. Cuando todo esto se comparte y la unión se intensifica, la comunicación eleva su nivel hasta el de la comunión. Esos rasgos del perfil de la vejez que hemos visto son los mismos que pueden convertir la comunicación en comunión. Ninguno de los que hacen parte del perfil que trazan los medios, está fortaleciendo la comunicación entre generaciones.
3. La imagen que las otras generaciones deberían encontrar en la vejez, está hecha de actitudes más que de habilidades. Del viejo no se espera que sea diestro, pero sí que sea sabio. Así mismo en el perfil propio del viejo predominan las actitudes sobre las habilidades, lo cual está significando que dentro de un proceso de comunicar, su mensaje como emisor está dominado más por el ser que por el hacer. El mismo acumulado de sus experiencias en el orden del hacer, adquiere validez cuando enriquece y es enriquecido por lo que él es. Los saltos de la tecnología dejan atrás el cómo hacer las cosas, pero nada aportan en cuanto a los motivos y los objetivos para hacerlas, que es donde la experiencia de los años da su contribución a las otras generaciones.
4. Esa comunicación del ser, más que del hacer, en el diálogo entre generaciones desborda los esquemas usuales de los procesos comunicativos. Según las teorías clásicas un emisor transmite contenidos a través de un medio que los hace llegar a un receptor. Son instancias y protagonistas distintos el emisor, el mensaje y el medio, tal como se ve en la operación de cualquier medio de comunicación para transmitir mensajes comerciales, informativos, políticos o gubernamentales. Puesto que la comunicación intergeneracional desde el viejo desborda el orden del hacer y está centrada en el ser, la potencialidad de los medios de comunicación resulta escasa e ineficaz. Solo el viejo ha de representar la esperanza para generaciones abrumadas por hechos de desesperanza; si ha de motivas para la inmortalidad a una sociedad que se ha esmerado para sobrevivir en escenarios de muerte y de transitoriedad; si ha de irradiar sabiduría entre generaciones obsesionadas por hacer cosas y alcanzar metas al precio que sea, los recursos comunicativos en uso son ineficaces. Ni el discurso elaborado, ni la magia comunicativa del cine, la televisión o internet, ni las campañas publicitarias, ni las sutilezas del marketing o de los expertos en opinión pública, tienen fuerza suficiente para cambiar e inducir actitudes. Porque la gran contribución del viejo a las otras generaciones es la de revelarles las actitudes que a él le han enseñado los años. En el contacto del viejo con las cuadrillas que restauran casas y apartamentos en Chile veo un sabio intercambio generacional en que la renovación de las casas va a la par con la de los espíritus como consecuencia de la comunicación que propicia el programa.
5. Cuando el esquema comunicativo emisor, mensaje, medio, receptor aparece insuficiente, otro esquema se impone. Es el que suprime el medio y el mensaje y convierte al emisor en mensaje. Esto, dicho así en la terminología de las comunicaciones significa que el viejo es el mensaje. Su esperanza, viva y centelleante como una luz, es el mensaje. So convicción sobre la existencia del tiempo sin límites, es el mensaje; su fe en la fuerza del espíritu, superior a cualquiera fuerza física, o política, o económica, es el mensaje. La historia está llena de ejemplos míticos de líderes que con solo su ejemplo movilizaron ejércitos, sociedades, generaciones. El viejo, aún en el más modesto de los casos, puede decir ¡he vivido! Y dar cuenta de ese logro. Ese es su mensaje.
6. Este hecho que nos aleja del recurso fácil de acudir a los medios o a campañas publicitarias o a cualquier clase de soluciones externas, enfrenta a los viejos a una realidad severa y exigente, de hacer comunicación con las otras generaciones a través de su propia vida, no de sus palabras ni de signo alguno. El es el mensaje que emite la vida frente a sus nietos. En él los jóvenes pueden leer por igual errores y logros, los que marcan su vida y pueden dejar huella en cualquier vida; él ha probado lo mejor y lo peor de la experiencia de vivir, para que adultos y jóvenes tomen nota cuando aún es tiempo de aprender de la experiencia ajena. El asunto comunicacional no es de palabras. La comunicación perfecta es la que sobreviene cuando las palabras se hacen carne.
7. El solo hecho de vivir nos convierte a los humanos en seres-respuesta. Nacimos para responder y esa respuesta es distinta para cada uno y es cambiante a lo largo de la vida. Hay un imperativo de respuesta para el viejo con el que se configura la singularidad de las respuestas de la vejez; y así como los sobrevivientes, después de accidentes o catástrofes, se preguntan ¿por qué y para quién sobreviví? El viejo, ese sobreviviente, sabe que hay un para qué; y las otras generaciones dan por hecho que hay ese para qué del viejo. Cuando ese para qué se pervierte, resultan esas imágenes distorsionadas y caricaturescas de la vejez que reflejan los medios de comunicación, acostumbrados a ver solo la desmesura y la caricatura. Son imágenes empobrecedoras de la vejez y al mismo tiempo indicios de las dolencias de la sociedad. Cuando ese para qué se da, el viejo es una pieza que encaja en la sociedad; desde su lugar da lo mejor de sí, en su lugar recibe lo mejor de la sociedad porque la comunicación, ese generoso compartir de bienes, es fluida, constante y eficaz. Es quizás lo que soñamos al hablar de comunicación para todas las edades.

Documentación:
- Séneca, Obras Completas: Aguilar, Madrid, 1961.
- Ambrose Bierce: Diccionario del diablo, Alfa Centauro Editores, Bogotá, 2001.
- Juliana González: El ethos, destino del hombre. Fondo de Cultura Económica. México 1997.
- Norberto Bobbio: De senectute: Taurus, Madrid, 1997.
- Gonzalo Canal Ramírez: Canas y arrugas, aleluya. Canal Ramírez, Bogotá, 1986.
- Elias Canett: Masa y Poder I. Alianza Madrid, 1983.