Hogares de ancianos de instituciones religiosas y de asociaciones fraternales de Cuba, insertados al sistema nacional de Salud y con apoyo gubernamental, arrostran uno de los desafíos más complejos de la sociedad cubana: el envejecimiento poblacional.
«Vivo en La Habana Vieja, cerca de la casa donde nació Martí», nos dice F. Rodríguez, paciente del Hogar San Juan de Dios, a donde pueden llegar y ser atendidos, desde cualquier lugar de la Isla, personas que necesiten ayuda especializada en Psiquiatría.
La casa donde F. Rodríguez, de 56 años de edad, desgrana su tiempo imaginando el mundo a su modo, allí donde otros inquilinos de ambos sexos y de diversas edades también permanecen, está en la lista de los hogares de ancianos de instituciones religiosas y de asociaciones fraternales de Cuba, los cuales están insertados al sistema nacional de Salud y reciben apoyo gubernamental.
En el Hogar, en la periferia de La Habana, nos recibe en una mañana de sol el hermano José Luis García Imaz, de la católica Orden Hospitalaria Hermanos de San Juan de Dios. Es él quien administra el lugar y también es responsable, en nombre de la Orden, del Hogar de Ancianos San Rafael, ubicado en Marianao, hacia donde nos conducirá un rato después.
«Esta es la historia de una orden religiosa bastante antigua —nos dice José Luis—; los historiadores no se ponen de acuerdo sobre sus orígenes más recónditos. En 1530 nació en Granada, en el sur de España. Nuestro fundador, que se llamaba Juan de Dios, empezó una obra de atención a los enfermos mentales y a las personas que vivían abandonadas.
«En 1599 apareció la primera comunidad de los Hermanos de San Juan de Dios, en las Américas, Cartagena de Indias, Colombia. Fue mediante un hospital que atendió a esclavos negros que nadie quería socorrer».
El año 1604 marca la presencia de la Orden en Cuba. Y 1942 es el momento en el cual los Hermanos emprenden las primeras reparaciones del actual sitio del Hogar San Juan de Dios, propiedad que la acaudalada familia de los Gómez-Mena había vendido a los fieles de la Orden.
—¿Cualquier cubano que lo necesite puede entrar al Hogar San Juan de Dios?, preguntamos a García Imaz.
—Cualquier ciudadano de Cuba puede entrar. El requisito es que el psiquiatra dictamine que quien llegue pidiendo ayuda debe ingresar. Hay estadías cortas, medianas y largas. La mayor parte de quienes llegan, gracias a Dios, no entran; la mayoría recibe consultas externas y regresa a casa. Los especialistas son psiquiatras del sistema cubano de salud pública. En estos momentos tenemos al doctor Douglas, quien es el director médico.
—¿Reciben apoyo financiero?
—El Gobierno da una asignación financiera. En estos momentos la aportación del Gobierno cubano sería sobre el 50 por ciento. La otra parte, pequeña, proviene de los pacientes y sus familias. Como sabemos que la situación económica del país es difícil, buscamos apoyo internacional para cubrir los gastos que hagan falta destinados a la buena atención.
Imaz lleva más de siete años en la Isla. Cuando habla del sentido de su vida, cuando recuerda experiencias vividas en un hospital materno de su natal España, o jornadas en África, allí donde ha estado para ayudar a otros seres humanos, confiesa haber apostado «por la opción de la hospitalidad».
A Douglas Calvo de la Paz, el director médico del Hogar San Juan de Dios desde hace ocho años y medio, preguntamos cómo es un día de trabajo allí. Este hombre de 47 años nos dice con brevedad y precisión: «Un día aquí es bastante arduo. Se trabaja con mucha intensidad, porque además de toda la labor de consultas externas, a los pacientes hospitalizados se les realizan actividades terapéuticas y coterapéuticas, las cuales incluyen la psicoterapia y la rehabilitación».
Lo vital: El Acompañamiento
El Hogar San Rafael tuvo como beneficiarios, en sus inicios, a niños con problemas óseos. A partir de los años 70 del siglo XX abrió sus puertas como una residencia para ancianos.
Mientras nos muestra el interior de la gran casa en la cual trabajan cerca de un centenar de personas cuyo sentido de ser es el acompañamiento a los ancianos, José Luis García Imaz explica que la instalación ha sufrido un desgaste fuerte y que ahora están en la fase de pintarla («porque el Ministerio de Salud Pública nos dio pintura», dice); para luego, cuando se pueda, entrar en una etapa de restauración que implicará enormes gastos y apoyo de la Orden.
«Desde hace un par de años estamos trabajando para convertir el Hogar en un centro de atención especializada. Queremos atender al adulto mayor enfermo, al discapacitado, y para ello debemos transformar totalmente el inmueble, pero hay un problema: el centro está lleno, y así es muy difícil hacer transformaciones».
Imaz sigue dando detalles mientras observamos a los ancianos y a las ancianas tomando el almuerzo. Nos recuerda que Salud Pública garantiza los medicamentos a precios de subsidio, los alimentos y aprovisionamientos diversos. Nos explica que el hogar ofrece beneficios como el trabajo social y la ergoterapia; que está dividido por secciones, que cuenta con una enfermera coordinadora, una enfermera con turno de 12 horas, y una asistente para servicios generales.
Mercedes Zaldívar Martínez, al frente de la sala de hombres, la sala B, describe las atenciones a los ancianos: desde muy temprano reciben sus medicamentos y el desayuno. A los que no pueden hacerlo por sí mismos se les baña, y si lo necesitan, se les cura. El cambio de la ropa de cama es una vez a la semana para los «autónomos», y diaria para los que no pueden valerse por sí solos.
Hay adultos mayores de 90, de 94 años… A casi todos se les ve muy mayores, muy necesitados de acompañamiento. En la sección de mujeres una abuelita canta y nos agradece por la visita. Su piel es muy fina, muy frágil. En sus ojos se advierte la densidad de un mundo de recuerdos.
En el cuartito perteneciente a un anciano, enternece la imagen de las ropas recién lavadas y señalizadas con los nombres de sus dueños. Son nombres y apellidos con vida, con recuerdos, con amparo.
Sin perder un minuto, un centavo, una esperanza…
Antes de 2012 el Hogar Nacional Masónico de Cuba, el único de su tipo en la Isla, afrontaba afectaciones constructivas que dificultaban su funcionamiento.
Una mañana de visita a este espacio fraternal ubicado en el municipio capitalino de Arroyo Naranjo, es la prueba de que allí se ha venido trabajando con intensidad y rigor para rescatar cada pared, pabellón, cada espacio abierto, cada posibilidad que acerque a la meta soñada: que un día puedan ser acogidos allí, internamente, 250 adultos mayores.
A pesar de que el lugar carece de muros perimetrales, y de que su entrada es un camino carente del asfalto de antaño, el Hogar ostenta un «ángel» —sin hablar de la buena causa que lo sustenta— por el cual vale la pena batallar.
El Hogar es atendido por un Patronato de la Masonería en Cuba. Inicialmente se llamó Asilo La Misericordia, cuando se fundó en 1886, y en 1918 fue adquirido por el masón Enrique Llansó, quien estuvo al frente de la entidad hasta 1930. Al fallecer, en homenaje a su labor, su apellido sirvió para identificar la institución. Allí fueron atendidos adultos, niños sin amparo familiar y finalmente se convirtió en un asilo para ancianos.
Después de varios años en los que algunos inmuebles sufrieron gran deterioro, a finales de 2011 se emprendió el arduo camino de la restauración, con la participación de muchos hermanos masones, quienes aportaron recursos financieros, materiales y laboraron en la restauración. Además, recibieron la ayuda de las autoridades, con las que la administración del Llansó frecuentemente sostiene encuentros, fundamentalmente con representantes del Ministerio de Salud Pública y otras entidades del Gobierno.
Tras mucho esfuerzo se va anotando en la memoria más fiel el recurso invertido, las donaciones recibidas, el pabellón recuperado, lo que se logra y lo que todavía falta.
Por ejemplo, existen espacios listos para utilizar, pero no se poseen camas, colchones y el resto del mobiliario necesario. También preocupa el mal estado de la cocina de petróleo, en la cual se elabora la comida de los ancianos, pero el esfuerzo de sus trabajadores permite que se cumpla con su función cotidiana de alimentar a los inquilinos, incluso cocinando con leña.
Un asunto de gran interés es poder levantar muros perimetrales que limiten la entrada al Llansó de personas no autorizadas y protejan a los ancianos.
Entre las manos amigas a quienes agradecen el apoyo recibido, está la del historiador Eusebio Leal Spengler, que ha estado pendiente de sus carencias y ha hecho llegar muebles, televisores, refrigeradores, camas y otra ayuda que los hermanos masones no olvidan.
Interioridades del desvelo
No se pierde un centavo, ni un minuto, ni una sola esperanza. El administrador, Raúl Acosta González, reconoce que permanece en el Llansó la mayor parte de su tiempo. Le preguntamos por la alimentación de los ancianos y ofrece explicación sobre cualquier detalle:
—Aquí la alimentación de los ancianos está muy bien.
—¿De dónde proviene?
—Toda viene a través de una asignación que tenemos de Salud Pública. A las seis y media de la mañana le damos el desayuno al anciano, y a las nueve la merienda.
—¿La calidad del pan es buena?
—Si el pan viene en mal estado lo devolvemos.
—¿Cuántos cuidadores tienen?
—Tenemos dos por el día y dos por la noche en el pabellón donde están los ancianos que más ayuda necesitan. Ellas, porque son mujeres, trabajan 12 horas y descansan un día.
—¿Y quién supervisa que el anciano que no es autónomo esté bien bañado?
—Eso lo supervisa Enfermería, parte encargada de la higiene del asilo. Aunque aquí todos estamos pendientes de todo. Los trabajadores recibimos nuestro salario a través del Ministerio de Salud Pública, incluyendo el personal médico y paramédico.
—¿Aspiran a tener condiciones para llegar a las 250 camas?
—Esa es la proyección que nos hemos hecho.
«Otro de nuestros objetivos es prestar servicio a los ancianos durante el día: que estén en el hogar, almuercen, merienden, y en la tarde, después de la comida, partan hacia sus casas. Eso será cuando tengamos una mejor cocina».
Mario Valdés, jefe de Servicios del Hogar, no es masón, pero no nota diferencia alguna en el trato hacia él: «Siempre he tenido apoyo. Aquí trabajamos muy colegiadamente. Se razona todo, hay transparencia total. Espero estar aquí por mucho tiempo».
A los 101 años…
…Noelio transpira jovialidad y gracia. Dice que su carácter le ha dado toda la vida que tiene.
—¿Y usted qué hacía en su juventud?
—Andaba con la guitarra en la mano, siempre cantando.
—¿Cuántos hijos tiene?
—Tengo 17 hijos. Soy matancero, de Jovellanos. Quisiera que viera el salón de los viejitos, y el de las mujeres. Nosotros estamos bien aquí.
—Qué privilegio el suyo, Noelio: más de un siglo viendo y viviendo cosas…
—Quiero llegar a 120 años y seguir.
—¿Usted quiere?
—Yo quiero no: voy a llegar…
El cubierto de Noelio, mientras almuerza un menú muy bien hecho, está forrado por una filigrana multicolor. Es una artesanía de su autoría, igual a otra suya que descubrimos luego en el cuartico donde Mayra Aguilar Navarro llega para trabajar de lunes a sábado, allí donde cose la ropa de los ancianos, le pone botones, le hace dobladillos.
«Aquí se trabaja muy pacíficamente —nos cuenta—; me siento útil, porque además de coser hago estas manualidades con ellos, que recortan cositas, que trabajan con papel maché».
Kenia González Riera, joven economista, asiste al mismo cuartico de manualidades los martes, miércoles y jueves de cada semana: «He aprendido a hacer cosas que no pensé aprender nunca».
Hay mucha tranquilidad en Llansó. Ni siquiera los obreros contratados para restaurar pabellones de arriba a abajo se hacen sentir. Es un bello lugar; es una bella causa. Nos invitan a almorzar el mismo menú de los ancianos. Está bueno. Y nos invitan para cuando se inaugure el próximo pabellón. Deberíamos volver: por los ancianos, porque la humanidad lo vale; y porque, en honor a la verdad, allí la voluntad no ha pedido permiso para abrirse paso en nombre de nuestros semejantes.
Fuente: Juventud Rebelde - 16/6/2015.
http://www.juventudrebelde.cu/cuba/2015-06-16/la-buena-voluntad-no-pide-permiso/