“Ambas nos interesamos en la vejez, por eso emprendimos este proyecto que comparte historias que casi nadie conoce”, cuentan Gabriela Rufener, quien se encarga del área audiovisual, junto a Tania de Tomas, que redacta los textos que integran Historias que hay que contar. El proyecto es una cuenta de Instagram que ambas crearon hace casi un año para compartir relatos en primera persona. Hasta el momento subieron 16 historias de personas mayores de diferentes departamentos que las recibieron para referirles su infancia, la relación con sus padres, con el amor, con sus parejas, entre otras cosas.
“El formato está inspirado en la fotografía de los años 90, en el que había algo por contar. Es lo que se diferencia de la foto de calle”, cuenta Rufener, y explica que por esta razón es que los posteos de Instagram dedicados a cada historia son tres: el entrevistado haciendo algún gesto, parado en el entorno en el que vive y el tercero, un carrusel que represente lo que son, ya sea con fotos, objetos o elementos característicos.
Destinan una hora a las entrevistas. “Establecemos un tiempo porque a los viejos nadie les da pelota. Entonces, si los dejás, hablan tres horas”, explica Rufener, y agrega que “las fotografías y el texto son igual de importantes”. El logo de la cuenta es un reloj. “Notamos que en todas las casas había un reloj de pared; el tiempo es un elemento de suma importancia en esto”, dice. “La idea es poner a quienes nunca tienen tiempo a leer una historia que lo requiere. Esa es una de las razones de publicar en Instagram, ese lugar donde nadie tiene tiempo”, agregó De Tomas. Para ella, “en las entrevistas surge una magia preciosa, se da un contexto especial y escuchar a los protagonistas es valorar todo lo que tienen para contar y tal vez nadie más les pregunta”.
Ambas aprecian que las hayan recibido en sus casas, a pesar de que el proyecto nació en plena pandemia, aunque también hubo algunos “no” que las dos entendieron. Muchos las esperan con algo para picar y compartir, les dicen que se queden un rato más, disfrutan el encuentro.
Dedicarse al mundo de la comunicación es algo que les ha facilitado la tarea, sobre todo a De Tomas, que es productora radial. También les escriben a la cuenta de Instagram. “Un día, nos contactó una chica y nos dijo que si hablábamos con su abuela la haríamos muy feliz. Resultó ser una señora que nos recibió con un representante: fue vedete en Buenos Aires. A veces suceden esas cosas espectaculares”, recuerda. Algunos de los entrevistados continúan en actividad. “En Uruguay, aunque tenemos una de las tasas de envejecimiento más altas de la región, creemos que por ser viejos no podemos hacer más nada. Estas historias también demuestran que no es así”, opina De Tomas, y agrega que “la pandemia remarcó la forma en la que vemos a las vejeces como un momento al que nadie quiere llegar”. Para la comunicadora, la forma en la que se trata a la vejez es despectiva y por eso el proyecto muestra esa etapa de la vida “sin nombrar que un viejo se murió de covid-19 o solo en su casa”.
Por último, las dos coincidieron en que, a pesar de que en Uruguay 85% de las personas mayores no tiene ninguna dependencia para realizar actividades de la vida diaria, sufren infantilización, estigma y son subestimados.
Sobre el proyecto, en un momento hubo una posibilidad de llevarlo al formato televisivo, también piensan que podría ser un libro o un podcast, pero por ahora siguen yendo a la casa de sus protagonistas a mostrarles cómo quedaron sus propias historias, porque lo que sí es verdad es que a los 80 años casi nadie tiene Instagram.
Dos bailarines y un zapatero
Carlos Solís y Cristina Castelar, “los Solís”, y Gerardo Lalo Viña son tres de los protagonistas de Historias que hay que contar. “Empezamos a bailar cuando yo tenía 60 y Carlos 66 años; yo se lo propuse”, cuenta Cristina, y recuerda que en ese momento su esposo le dijo que no aceptaba porque tenía que estudiar y le daba cierto pudor, pero que finalmente emprendieron un viaje juntos, el de bailar tango. Cristina apunta que la particularidad de ellos fue empezar a una edad que no suele ser la habitual. Ambos confirman que siempre llegaron temprano a las clases y que los profesores les remarcaron que si bien les daban la técnica, ellos bailaban con el corazón. A Cristina el baile, entre otras cosas, le hizo perder el miedo a morir.
Cuando empezaron a bailar, Carlos aún trabajaba en su consultorio, es oftalmólogo. Durante la entrevista, Cristina señala una caja llena de fichas médicas y dice: “Aunque está jubilado, sigue llamando a sus pacientes, se actualiza leyendo las fichas y averigua cómo están. Es increíble”.
Carlos cuenta con orgullo y nostalgia las veces que fueron reconocidos y que vivieron momentos únicos gracias al tango: “Una vez bailamos en el teatro Solís, en el escenario era Hugo Fattoruso y nosotros, nadie más”. Esa fue una de las tantas veces que cruzaron la barrera entre ser aficionados y ser profesionales. No sólo han bailado en Uruguay, también lo han hecho en Buenos Aires, lugar que antes de la pandemia visitaban dos o tres veces al año.
Para Cristina, “lo mejor del baile es el abrazo”; para Carlos, “la cantidad de gente que se conoce, de todos lados y con las profesiones y orígenes más particulares que uno pueda imaginar”. También recordó un episodio en el que un bailarín le ató el cordón de los zapatos. “Se lo contamos a uno de nuestros nietos y quedó maravillado, porque en el fútbol eso es señal de respeto y admiración”, relató.
Cuando comenzó la pandemia dejaron de bailar. Uno de los motivos, el principal, es cuidarse, y el otro, que aún no hay milongas a las que ir. Si van a volver a bailar o no es una incógnita. “Carlos piensa que no, pero yo tengo la esperanza de que sí. Aunque no sea al mismo ritmo, tal vez podamos hacerlo”, dice Cristina.
Gerardo Lalo Viña es de San José, nació el 20 de abril de 1946. Ha dedicado su vida a la reparación de calzado. En algún momento también fabricó para proveer a casas de venta, incluso de Montevideo. También trabajó en la radio hace más de 50 años, una actividad a la que siempre ha estado vinculado. Además, resalta haber formado una espléndida y numerosa familia.
Hace dos años trasladó su taller de reparación a su casa. “Voy a trabajar hasta que me muera”, dice. “La radio es apasionante. De hecho, relatar también; hace poco me invitaron a volver y fue increíble”, cuenta con un fervor que parece intacto.
Lalo está muy contento de integrar el proyecto y recuerda el día que lo visitaron como una instancia divertida: “Cuando terminamos, las llevé a tomar el ómnibus y en el camino les conté cómo una de mis nietas descubrió que el novio le fue infiel. Ellas lo agregaron a mi historia y cuando lo leí pensé que se iba a armar una. Pero no, mi nieta se rio mucho y su ex creo que nunca se enteró”, concluye.
FUENTE: ladiaria.com.uy - 16/2/2022